TIEMPO DE SOBRA

       Aquí, en Puerto Plata, la gente se toma el tiempo para vivir.   El chofer de autobús, por ejemplo, es un señor libre como un pájaro, que no se deja avasallar ni por los pasajeros, ni por el oficio que ejerce.  ¿Me creerían ustedes si les digo que en  Puerto Plata  es frecuente que un conductor de autobús pare su vehículo delante de un colmado, para comprarse un sándwich y un refresco.  Acostumbrados a esas pequeñas irregularidades, los pasajeros esperan silenciosamente, sin dejar traslucir ninguna señal de impaciencia.

       Últimamente, oí a un chofer de guagua decir a  los pasajeros:    - "Discúlpenme.  Tengo que alejarme un poco del trayecto.  Eso no tomará más que dos minutos".

       Puesto que nadie pedía la razón de esta decisión, yo también me callé, para no parecer más presuroso de marcharme que todo el mundo.  Y, a la inversa de lo que yo pensaba, no se trataba en absoluto de evitar un tramo de carretera en reparación.  Nuestro conductor deseaba simplemente  llegar hasta su casa, para recibir de mano de su esposa la comida caliente que se comería durante la próxima pausa.  Una vez más, ningún pasajero se  consideró perjudicado en sus derechos.  Y como si nada, el chofer volvió alegremente al recorrido regular, sin duda vigorizado con el pensamiento puesto en la deliciosa sopa humeante que iba a saborear.

       ¿Saben ustedes que estos mismos conductores desenvueltos, a veces dan muestras de abnegación verdaderamente sublime?  Como prueba de lo que afirmo, les hablaré de este chofer bondadoso y servicial que actuó en mi presencia, de  modo admirable y digno de elogios.  Le vi bajarse del  autobús, para ayudar a una anciana impotente, la cual deseaba cruzar la  calle.  Después de detener el tráfico, haciendo una señal autoritaria con la  mano, nuestro buen Samaritano se acercó a la viejecita, le dio el brazo y, despacio, la acompañó en la acera de enfrente.  Luego, sin apresurarse, volvió en su vehículo para proseguir su  trabajo.

       Les hablé largamente de los autobuses por la simple razón que tuve la oportunidad de utilizarlos a menudo y de estudiar detenidamente el comportamiento de los pasajeros, de los conductores y de los cobradores. Yo utilicé mucho menos  los carros públicos, es decir,  estos automóviles que, frecuentemente, consiguen transportar diez personas a la vez.  Yo sé que  esta proeza es apenas creíble.  En efecto, como admitir, si uno no ha sido  testigo ocular, que un carro construido para transportar tres personas en la  parte trasera, y dos en la parte delantera, pueda doblar así su capacidad, por simple decisión de un chofer deseoso de ganar más dinero.

       Una mañana, habiendo detenido uno de esos vehículos, una rápida  mirada me  permitió ver que este carro estaba ya sobrecargado.

       - "No hay sitio para mí", yo dije  al  chofer.

       Éste hizo una señal de impaciencia con la mano y me preguntó  con tono brusco :

       - "¿Quiere un carro, si o no?"
       - "Sí, pero ¿dónde voy a sentarme ?"


       Reventando de rabia, el conductor pivotó nerviosamente en su asiento, y sin más  miramientos, se puso a reñir a los cuatro pasajeros de  la parte trasera, para forzarles a que se apretaran a más no poder.  Consiguieron crearme un minúsculo sitio, donde pude sentarme muy incómodamente.

       - "¿Como lo ve usted, señor?", exultó el irresponsable chofer, siempre  hay sitio cuando se pone un poco de buena voluntad.

       A pesar de la increíble incomodidad de esos carros públicos, siempre  están atestados.  Son numerosas las personas  que se ven obligadas a  utilizar este medio de transporte.  Mediante algunos pesos escasos, esos  vehículos que a menudo bambolean, permiten a los usuarios que recorran distancias bastante largas. 

       Yo di la callada por respuesta y la pequeña frase de mi amigo  Gregorio me vino a la mente : " Si quieres ser feliz en Puerto Plata, no  trates de cambiar a los   puertoplateños".

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