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				CARTA A MI PRIMA CRISTINA
				  
				En la última carta de mi prima Cristina, 
				ella me preguntó como se me ocurrió la idea de establecerme en 
				Puerto Plata.  Mi respuesta fue la siguiente: 
				 
				
				 
				Querida Cristina: 
				 
				Voy a hacer cuanto se pueda por satisfacer tu curiosidad.  
				 
				A mi llegada en la República Dominicana, gracias a la ayuda 
				apreciable de un amigo mío, yo había podido encontrar un 
				apartamento para alquilar, en un ensanche residencial 
				distinguido de Santo Domingo.  Si no hubiera sido por el precio 
				astronómico del alquiler y también por las emanaciones de 
				monóxido de carbono que me llegaban todo el santo día, 
				procedentes de una avenida cercana de mucho tráfico, no hay duda 
				que, hasta ahora, estaría todavía en Santo Domingo.   
				 
				Esos dos inconvenientes mayores que acabo de mencionar, habían 
				inducido mi esposa a que hiciera unas prospecciones fuera de la 
				capital.  A pesar de los innumerables encantos de Santo Domingo, 
				pensábamos que tendríamos mucho gusto en vivir en una pequeña 
				ciudad muy tranquila.   
				 
				Un día, durante una de sus vueltas en autobús, mi mujer 
				descubrió Puerto Plata y se entusiasmó en seguida por esta 
				fascinante ciudad.  Es exactamente lo que  ella buscaba: un 
				lugar de aspecto acogedor, no demasiado grande, pero provisto de 
				todas las comodidades de la vida moderna y sobre todo con el 
				costo de  vida asequible.  
				 
				Dado que yo me había quedado en Santo Domingo para terminar una 
				tarea bastante urgente, recibía de vez en cuando una llamada 
				telefónica de mi esposa que  quería ponerme al corriente de sus 
				menores gestiones.  Su última llamada fue la más importante, la 
				más seria, la más grave y me paralizó con emoción durante 
				algunos segundos. Júzgalo por ti misma: 
				 
				- Me decidí por Puerto Plata y arreglé todo, me anunció 
				exabrupto la intrépida prospectora:  
				 
				- ¿Arreglaste todo, qué se entiende por eso?  
				
				-         
				Bueno, he alquilado un piso.  La dueña del edificio va a 
				redactar un contrato y tú lo firmarás a tu próxima llegada.  Le 
				escribí un cheque y yo le di a conocer que nos mudaremos dentro 
				de quince días.  
				 
				Yo soy un marido  que dice amén a casi todo.  Me fío de las 
				decisiones de mi esposa, que son siempre impregnadas de sensatez 
				y de su buen gusto que,  la mayoría de las veces, concuerda 
				perfectamente con el mío.  Una vez más, ella había hecho una 
				elección acertada.  En efecto, no sólo me gustaba el 
				apartamento, sino que Puerto Plata me encantaba y sigue 
				encantándome hasta la fecha. 
				 
				Querida Cristina, si quieres seguir al guía (que yo soy), me 
				complaceré en hacerte visitar esta pintoresca ciudad que, desde 
				hace siete años, nos proporciona la felicidad,   a mi esposa y a 
				mí.  Sin embargo,  no cuentes con que yo te haga leer estas 
				informaciones históricas que se dan infaliblemente a los 
				turistas:  a saber que Puerto Plata fue diseñada en el 1496 por 
				Cristóbal Colón y su hermano Bartolomé y fundada en el 1502 por 
				Nicolás de Ovando, etc.  De todas maneras, si te gustaría leer 
				la historia  completa de esta ciudad, te recomiendo el 
				importante y laudable libro del Doctor  Germán Camarena que 
				lleva por título "Historia de la ciudad de Puerto Plata".  En 
				cuanto a mí, lo que yo deseo es describirte Puerto Plata, tal 
				como yo la veo, y suscitar en ti las ganas y hasta la obligación 
				de ver esta maravillita que me apasiona.  
				 
				Frente a esta hermosa ciudad:  el Océano Atlántico, y por detrás 
				se beneficia de la protección del Pico Isabel De Torres, una 
				montaña verde de 2600 pies de altura.  Para alcanzar la cima de 
				este picacho, se puede tomar el teleférico.  Pero te advierto 
				que la cabina de pasajeros sube casi verticalmente.  Sin 
				embargo, no lamentarás este inolvidable paseo hacia el cielo. 
				 Allá arriba tendrás la dicha de ver un Cristo grande, un poco 
				parecido  aquel de Río. y jardines espléndidos y descansados.
				 
				 
				El sitio de Puerto Plata que me cautiva realmente y que visito 
				por lo menos una vez a la semana, es el famoso Parque Central. 
				 Un lugar mágico y fascinante que calma los nervios.  Cuando por 
				suerte, a eso de las diez de la mañana, hay un banco disponible 
				en la sombra, uno se deja  caer con mucho gusto, y durante un 
				buen rato, se deja llevar sobre las alas de un dulce ensueño. 
				También es agradable abarcar con una sola mirada admirativa las 
				bellezas cercanas : la Glorieta, un elegante pabellón blanco con 
				un belvedere circular, la Catedral San Felipe, la 
				Casa de Cultura, un imponente edificio victoriano más que 
				centenario, el Ayuntamiento Municipal, etc.  
				 
				Cuando me encuentro en el Parque Central, no tengo  más que dar 
				algunos pasos   para ir a mis quehaceres : pagar las facturas de 
				electricidad y de teléfono, visitar las tiendas y las librerías, 
				pararme al mostrador de un frutero, arreglar un asunto bancario. 
				No te digo más y estoy totalmente  convencido que, como tantas 
				otras personas, te aficionarás al Parque Central y a la zona 
				comercial muy animada de Puerto Plata. 
				 
				Igualmente agradable es la zona residencial, la antigua  por 
				supuesto, con su laberinto de callecitas estrechas y sus viejas 
				casas.  Algunas de esas moradas son tan antiguas que, pasando 
				delante de ellas, los transeúntes sientan subir en las narices 
				un fuerte  olor a vieja madera carcomida.  
				 
				También merecen una visita las zonas modernas de Puerto Plata. 
				Estas dejan atónitas a varias personas,  tanto por la 
				suntuosidad e el tamaño de las casas,  como por la magnificencia 
				de los jardines.  Algunas de esas casas son verdaderos palacios 
				que reflejan un lujo llamativo.  
				 
				Para cambiar de marco,  mi querida prima, te invito ahora a 
				deambular conmigo a lo largo del Malecón.  Recientemente 
				renovado, este atractivo paseo a orillas del Océano Atlántico, 
				es ribeteado de almendros en toda  su longitud de tres 
				kilómetros. Al atardecer, en la esquina de algunos callejones 
				desembocando en el Malecón, unas cafeterías móviles dotadas de 
				ruidosos aparatos de sonido, difunden con todo el volumen las 
				últimas bachatas de la temporada y ofrecen a los consumidores 
				toda clase de buenas cositas para comer y la obligatoria cerveza 
				bien helada.   
				 
				Con respecto a mí, si yo voy en el Malecón, es para hacerme 
				acariciar por la exquisita brisa marina y para saborear el 
				espectáculo colorado de todas esas personas que, en algunos 
				sitios, bailan, cantan, y gritan mucho más que hablan, 
				especialmente cuando los vapores de la bebida empiezan a subir 
				hacia el cerebro.  
				 
				En los fines de semana, la fiesta comienza mucho más temprano. 
				Familias enteras llegan al Malecón desde las tres de la tarde 
				con sillas, comida,  bebidas, sin olvidar el indispensable 
				aparato de radio, para hacer una bulla de mil demonios.   
				 
				Y para acabar, te informaré que, en una pequeña eminencia 
				cubierta de  césped, a una centena de metros de la orilla, y 
				frente al Malecón, una estatua grande de bronce representando a 
				Neptuno, dios del mar, añade una nota  particular al paisaje. 
				Esta estatua está tan inclinada hacia adelante, que acabará por 
				caer en el océano.   
				 
  
				
				Mi amigo Fernando me 
				ha dicho, y no le he creído en absoluto, que un buen  día, un 
				vándalo se ha ido a nado hasta Neptuno, y le ha mutilado 
				horriblemente, sacándole el atributo de la virilidad, con el fin 
				de hacer con esta materia un magnífico cenicero de bronce.   Si 
				yo supiera nadar, yo no hubiera dejado de averiguar el hecho.
				 
				 
				Muchos besos, querida prima. 
				Claude 
				Email     
				
				[email protected]  
				Website 
				
				http://www.claudedambreville.com  
				  
					
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