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				COMO  SARDINAS  EN  LATA
				Si 
				nunca han tomado ustedes el autobús en Puerto Plata, entre las 
				doce y la una de la tarde, en periodo escolar, no se puede decir 
				que, realmente, tuvieran ustedes la oportunidad de ver la  
				ilustración viva de la expresión  "estar como sardinas en 
				lata".              
				Una 
				vez, tuve la desgraciada idea de embarcarme en una guagua, en el 
				momento en que todas las paradas rebosaban de alumnos 
				sobreexcitados, locuaces, y ruidosos.  Estos diablejos se 
				precipitaban en el vehículo por racimos desordenados y 
				gritones.  Nunca en mi vida, yo había oído semejante estruendo 
				en un transportador público.              
				
				Aplastado en un trozo de asiento de apenas diez pulgadas, con 
				mis largas piernas acurrucadas, adoloridas y entumecidas, yo 
				sudaba la gota gorda.  Ingenuamente me decía que, de un momento 
				a otro, el conductor, sin duda, le iba a gritar  al ayudante, 
				¡estamos llenos, no hay mas paradas!              
				
				Pobre de mí ! Yo me equivocaba grandemente.  Cuanto más el 
				autobús estaba lleno, más otros alumnos se metían adentro con 
				impetuosidad.  En cierto momento, yo estaba tan apretado que me 
				vi. turbado por un violento trastorno psicosomático.            
				  
				Me 
				faltaba la respiración, yo tenía las manos sudorosas. 
				Francamente, creí que iba a expirar.              
				"No 
				más", gritó finalmente el chofer, y para aumentar la confusión, 
				este verdugo prendió la radio, y dio el volumen máximo a una 
				música endiablada.  Gracias a Dios, yo sobreviví y pude asistir, 
				estupefacto, al desembarco de algunos pasajeros  del fondo.  
				Lejos de abrirse paso en el pasillo, muchachos y muchachas 
				franqueaban resueltamente las ventanillas de la guagua, y 
				aterrizaban en los brazos robustos del cobrador, el cual les 
				esperaba en la calle, al lado del autobús.              
				
				 Esta aventura febril merece una prueba.  Es un modo bastante 
				agradable para trasladarse de un punto a otro, si el autobús no 
				esta atestado.  Entre las nueve y las once de la mañana, se 
				puede tomar sin problema.  Sin embargo, mi esposa no esta 
				particularmente entusiasmada con este medio de transporte.  Una 
				vez, al salir de una guagua, ella puso los pies sobre algo muy 
				blando.  En algunas partes, el piso del vehículo estaba 
				carcomido, y mi mujer estuvo a punto de accidentarse y romperse 
				una pierna.              
				 Hay 
				muchos otros inconvenientes que pueden surgir.  A veces, se 
				encuentra con un conductor distraído o demasiado absorto por la 
				música ensordecedora de la radio.  Antes de que un pasajero haya 
				acabado de desembarcar, el susodicho chofer comienza a ponerse 
				en marcha, y, para evitar un accidente, hay que desgañitarse, 
				gritando : " Espérate ".  También puede que, en tiempo lluvioso, 
				uno tome sitio en un autobús vetusto, cuyo techo agujereado da 
				libre paso a las gotas de lluvia.  Eso me ocurrió una vez, y 
				llegado a mi destino, salí de la guagua, mojado hasta los 
				huesos.             
				Sin 
				embargo, tengo que hacerles notar que, en los autobuses 
				puertoplateños, no hay solamente motivos de contrariedad.  
				Frecuentemente, se encuentra con conductores llenos de 
				fantasías, cuyo comportamiento, en lugar de exasperar a los 
				pasajeros, les incita paradójicamente al buen humor.  Así, el 
				mes pasado, el chofer de la guagua en que yo viajaba, se paró 
				delante de un pequeño mercado, y, como si nada, pidió a uno de 
				los pasajeros que le hiciera el favor de ir a comprarle algunas 
				naranjas dulces.  Aparte de mí, todos los pasajeros habían 
				probablemente encontrado normal tal actuación, pues nadie había 
				esbozado el menor movimiento de impaciencia, ni dejado soltar la 
				menor palabra de nerviosidad.  A decir verdad, yo no me había 
				puesto furioso.  La desenvoltura admirable de este conductor 
				merecía de  preferencia una franca sonrisa. 
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