UN  DOMINGO INOLVIDABLE 
				Un domingo de septiembre del año 2000,  a 
				las once de la mañana,  mientras descansaba cómodamente en un 
				banco del Parque Central,  vi salir de la Catedral  San Felipe 
				una procesión bastante ruidosa.  Un camión de bomberos delante,  
				otro detrás,  con las sirenas estrepitosas,  una banda de música 
				vibrante,  con los címbalos ensordecedores.  Después de 
				informarme rápidamente sobre el evento,  supe que esta procesión 
				se hacía con motivo del día de Nuestra Señora de las Mercedes,  
				Patrona de los Bomberos.  
				Con el fin de saber el trayecto de este 
				alegre desfile,  no lo pensé dos veces.  Me confundí con  la 
				multitud de los feligreses, y con una devoción y un fervor muy 
				bien fingidos,  rompí a caminar resueltamente detrás de la 
				estatua de la Santa Patrona de los Bomberos.  Para no desfigurar 
				la verdad,  tengo que confesarles que,  aparte de mi deseo de 
				documentación,  había algo más que me atraía:  se encontraban en 
				este religioso cortejo decenas de minifaldas muy atractivas,  y 
				tanto más sexy cuanto que las puertoplateñas, por regla general, 
				son dotadas de curvas que dejan la boca abierta.  
				Después de un recorrido de treinta 
				minutos,  llegamos al Cuartel General de los Bomberos,  una 
				construcción erigida en el año 1930.  Como un autómata,  me deje 
				conducir por el movimiento de la multitud,  hasta el interior de 
				este edificio,  donde me encontré en medio de una grandiosa 
				ceremonia.  
				Amigos lectores aunque yo estaba recién 
				llegado en Puerto Plata,  les aseguro que, este domingo 
				inolvidable,  me conduje con admirable soltura.  Primeramente, 
				fui a tomar una silla plegable,  igualmente que lo había visto 
				hacer por otras personas,  y me instalé próximo al centro de la 
				fiesta:  el himno nacional, discursos, reinstalación de la 
				Virgen de las Mercedes en un pequeño altar,  etc…  
				Luego,  varios oficiales del cuerpo de 
				bomberos han venido a estrechar la mano a los asistentes,  sin 
				duda para agradecerles su amable presencia.  Yo también,  gocé 
				de las mismas prerrogativas, recibiendo algunos vigorosos y 
				calurosos apretones de manos.  
				Eran las doce,  y con el calor ambiente,  
				empezaba a tener mucha sed.  Por desgracia,  los dos bomberos 
				que servían refrescos,  se habían parado en seco,  y con los 
				brazos cruzados, esperaban que los niños dejaran de pelearse y 
				atropellarse,  para recibir un vaso.  
				Adivinen lo que hizo su seguro servidor.  
				Desde lo alto de mis dos metros,  con mi acento terrible,  me 
				quejé en voz alta:    
				Por favor, señor bombero, voy a morirme de 
				sed si no me sirve un refresco ahora mismo.   
				No tuve que decirlo dos veces.  Los dos 
				bomberos soltaron la carcajada,  y,  en las barbas de todos 
				aquellos que se impacientaban,  recibí un gran vaso de soda bien 
				frío.   
				Ya está bien.  Bebí voluptuosamente,  
				después de lo cual fui obligado a irme,  a pesar de un baile 
				trepidante que acababa de comenzar.  Mi esposa debía de 
				inquietarse de mi  larga ausencia, puesto que le había prometido 
				estar de vuelta antes de las doce, para el almuerzo,  y ya eran 
				las dos de la tarde.  
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