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				ÉRASE  UNA  VEZ, EN  PUERTO PLATA …
				  
				Érase una vez en Puerto Plata,  un lugar 
				paradisíaco que se llamaba  EL PARQUE CENTRAL. 
				Cada mañana, a eso de las nueve, una 
				encantadora chica de veinte años, muy animada, pero ciega de 
				nacimiento, acudía allí, acompañada por su fiel guía, un 
				imponente pastor alemán.  
				Sentada apaciblemente en 
				un banco, a la sombra descansada de un magnífico árbol frondoso, 
				la hermosa muchacha disfrutaba voluptuosamente con el 
				espectáculo ambiente, gracias a su oído agudo y admirablemente 
				bien ejercitado.  
				Los menores ruidos, 
				crujidos, o murmullos le hacían nacer en la mente una multitud 
				de bellas imágenes que el destino no le permitía aprehender con 
				la vista.  
				El zumbido continuo de 
				las hojas en los grandes árboles que le rodeaban, le 
				proporcionaban un placer infinito.  La brisa fresca que 
				atravesaba el parque, le acariciaba la cara, y rizaba su largo 
				pelo.  
				Había vida en el Parque 
				Central.  La joven lo  sentía, y ella gozaba con la animación 
				circundante.  
				Al oír las discusiones 
				febriles de los compradores de lotería, al percibir el alegre 
				jaleo de los vendedores ambulantes de chicharrón,  al escuchar 
				los limpiabotas dando golpecitos sobre sus cajas de madera, al 
				coger algunos fragmentos de la conversación de los taxistas, al 
				distinguir los pasos precipitados o indolentes de los paseantes,  
				al gozar del incesante chillido de los pajaritos en los árboles, 
				la joven se dejaba  llevar sobre las alas mullidas de un 
				maravilloso ensueño.  
				Una mañana, mientras la 
				muchacha ciega se sonreía beatíficamente durante su visita 
				cotidiana al Parque Central, una voz  rauca, hostil, y casi 
				agresiva resonó en sus oídos: 
				Soy curiosa por saber 
				por qué usted se sonríe así,  le dijo una desconocida.  Quizá 
				sea usted simplemente loca. 
				Gracias a Dios, no lo 
				soy, respondió la chica.  Yo  me sonrío porque soy feliz.  Para 
				mí, el Parque Central es el Paraíso Terrenal.  Pero, a propósito, 
				¿con quién tengo el honor de hablar? 
				Soy una hada maléfica, y 
				mi nombre es Aguafiestas.  Estoy aquí en busca de personas 
				dichosas. 
				¿Con qué objeto? 
				 
				La felicidad de la gente 
				me pone nerviosa, y yo dedico todo mi tiempo y todo mi poder a 
				hacer infeliz al género humano. 
				¿Por qué tanta maldad?    
				susurró la muchacha, muerta de pavor. 
				No tengo que rendir 
				cuentas a nadie, y la hada Aguafiestas nunca se deja intimidar.  
				Mañana, por la mañana, en lugar del Parque Central verde, 
				fresco, acogedor, y  agradable que usted siempre ha conocido, 
				encontrará usted un espacio inhospitalario, desprovisto de 
				árboles, y caluroso como una estufa.  Un sol ardiente arrojará 
				sus rayos de fuego sobre el suelo de este parque, y le calcinará 
				irremediablemente.  Este mismo sol abrasador dará el salto sobre 
				toda la cercanía.  Todas las tiendas de las inmediaciones 
				sentirán los efectos devastadores y mortíferos de la temperatura 
				sofocante que va a reinar en los contornos del  Parque Central, 
				de llorado recuerdo.  Nadie, absolutamente nadie podrá más ir a 
				tomar el fresco en este espacio que será para usted, y para 
				todos los moradores de esta ciudad un verdadero infierno. 
				- ¡Por piedad!   No 
				merecemos un tal castigo. 
				- Es bastante.  La hada 
				Aguafiestas siempre llega al término de sus deseos. La maldición 
				ya está en marcha. ¡¡HE  DICHO!! 
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				[email protected]  
				Website 
				
				http://www.claudedambreville.com  
				  
					
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