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				LA   DIOSA  BOTELLA
				
				 En Puerto Plata, aquellos a quienes les gusta divertirse, 
				bebiendo, comiendo y bailando son felices de dar rienda suelta a 
				sus inclinaciones cada vez que se presenta una ocasión 
				favorable.  En pocas palabras, ellos  festejan casi todos los 
				días, porque es casi cada día, desde el primero de enero hasta 
				el treinta y uno de diciembre, que se presenta una ocasión 
				manifiestamente apropiada y absolutamente digna de  subrayarse 
				por una pequeña fiesta.  
				
				En efecto,  los días de celebración son numerosos.  Veamos un 
				poco.  En primer lugar,  los diez primeros días del año 
				entrante, luego los diez últimos días del año saliente.  Vienen 
				después el cumpleaños de los héroes de la Independencia, la 
				Proclamación de la Independencia, la Restauración, todas las 
				fiestas religiosas, el cumpleaños de un miembro de la familia, o 
				un amigo, la fiestita de despedida en honor de un pariente, o un 
				amigo a punto de viajar para el extranjero, el reencuentro de un 
				pariente o amigo, luego de una larga estadía fuera del país, la 
				inauguración de una casa, los bautizos, las comuniones, las 
				bodas.  Total, que los juerguistas de mi ciudad adoptiva no 
				tienen el tiempo para respirar y trabajar, como hubieran 
				deseado.  Muy a menudo, con el único fin de ser agradables para 
				todos  y honrar todas estas invitaciones que se les llueven 
				encima de la cabeza, se ven obligados a multiplicarse y volverse 
				más o menos ubicuos.  
				
				Les advierto que no quiero decir con eso que la mayor parte de 
				los puertoplateños son unos juerguistas  y unos bebedores.  
				Estoy lejos de pensar así.  Yo sé que son numerosos aquellos que 
				nunca toman alcohol y aquellos que lo consumen con meritoria 
				moderación.  
				
				Dicho eso, voy a darles conocimiento de las observaciones que  
				hice a propósito de los bebedores de esta ciudad.  No hay duda 
				que  ellos parecen tener una debilidad por la cerveza.  Mi 
				excelente amigo Fernando quien, también, adora esta popular 
				bebida espumosa,  pretende que la cerveza es refrescante, 
				euforizante, diurética y reconstituyente.  Una noche, tuve la 
				posibilidad de averiguar la  tesis de Fernando.  Una 
				comprobación parcial, por supuesto, porque después de verle 
				tragarse cuatro cervezas, yo no podía saber si le habían 
				decuplado las fuerzas físicas  y si la bebida  le había aplacado 
				la sed.  En cambio, estaba realmente eufórico y la prueba es que 
				cada minuto, soltaba una carcajada homérica que le humedecía los 
				ojos.  Por otro lado, la cerveza le  había verdaderamente 
				aumentado  la diuresis, habida cuenta de la impetuosidad con la 
				cual  Fernandito corrió como un descosido para ocultarse detrás 
				de un almendro del Malecón y allí liberar el exceso de líquido.  
				
				Sin embargo, lo que mi amigo omitió decirme, es que la cerveza 
				también es soporífica. Hice esta deducción cuando una noche, 
				  al no verle llegar a mi casa a las ocho, según lo convenido y 
				no consiguiendo contactarle por teléfono, me fui a su casa para 
				ver si algo le había ocurrido.  Pues bien,  el pobre hombre 
				estaba hundido en un sueño casi comatoso.  
				
				-      Tengo la impresión de que se había olvidado completamente 
				que tenía que salir con usted, me explicó una sobrina suya.  
				Empezó a beber esta tarde a las cuatro, y a eso de las siete, no 
				pudo resistirse al sueño.  ¿Quiere usted que yo le despierte?  
				
				Respondí negativamente y me marché, sin sentir la menor acritud 
				en contra de Fernando, pues cuando no toma con desmesura, es un 
				amigo tan agradable como interesante.  
				
				Bueno, vamos a dejar Fernando en su sueño comatoso, para 
				reanudar el asunto que tratábamos, a saber, la impresionante 
				cantidad de cervezas que se tragan diariamente los tomadores 
				impenitentes de Puerto Plata.  La pasión que profesan estos 
				aficionados a su bebida favorita es tan grande y su  fidelidad a 
				este liquido espumoso tan evidente que cualquiera puede abrir de 
				un día para otro un despacho sirviendo cerveza exclusivamente y 
				tener éxito en seguida.  Realmente, cada uno se complace en lo 
				que le gusta.  
				
				No pretendo que todo el mundo debería ser tan  sobrio como yo.  
				Llegado el caso, los cerveceros se  verían obligados  a 
				reconvertirse.  A decir verdad, lo que  deseo es que, de vez en 
				cuando y en el momento más inesperado, la policía  de tráfico 
				elija al azar algunos automovilistas para la prueba del 
				alcohol.  Creo que esta medida haría reflexionar a los choferes 
				bebedores que, a menudo,  deben  ser los responsables directos 
				de bastantes accidentes graves del tránsito.  Si  me permití 
				emitir tal suposición, es porque más de una vez he visto a un 
				automovilista pararse frente a un puesto de bebidas, soplarse 
				una cerveza y volver a manejar con la conciencia limpia y 
				tranquila como si acabara de beberse un inofensivo jugo de 
				limón.  
				
				Sin embargo si el alcoholtest no es posible por ahora, talvez  
				fuera provechoso que algunas vallas publicitarias muy grandes, 
				muy visibles, y muy legibles fueran colocadas en los lugares más 
				estratégicos de las autopistas.   Estas vallas transmitirían el 
				mensaje ya comunicado tantas veces en el mundo entero : “Si 
				manejas, no bebas y si has bebido, no manejes”.  
				
				En principio, no me gusta desempeñar el papel de consejero.  Si 
				he formulado estas recomendaciones, les ruego que crean que mi 
				actitud sólo está motivada por los profundos sentimientos que me 
				unen a los puertoplateños, así como por el amor sincero que 
				siento por mi ciudad adoptiva.  
				
				Ahora  voy a hablar un poco de la parte sobria de la población, 
				o sea,  los que,  ocasionalmente, suelen tomar una copa, pero 
				únicamente para responder a ciertas exigencias de la vida 
				social.  Para distraerse, ¿qué hacen todas estas personas que no 
				experimentan ningún placer, oscureciéndose  el cerebro con 
				cerveza, whisky,  vino, o cóctel?  Bueno, ellos no pierden una 
				ocasión para reunirse en familia o entre amigos.  
				
				Desde que yo vivo en Puerto Plata, he participado a varias de 
				esas reuniones y  puedo decirles que nunca he visto algo más 
				divertido y más relajante.  Ya sea un cumpleaños, o de una 
				reunión periódica entre amigos o vecinos, la música está siempre 
				presente, discreta o a todo el volumen, según se desea crear un 
				cierto ambiente suave, o  arremolinarse locamente al son de las 
				nuevas bachatas del día.  Cuando no bailan, los amigos hablan de 
				todo un poco, picando pinchitos variados.  
				
				Finalmente,  llega el momento tan esperado: los efluvios 
				excitantes que se escapan de un sancocho caliente y humeante 
				invaden la atmósfera ambiente.  Platos, tenedores, y cuchillos 
				se entrechocan.  Todo el mundo se agita y la gozosa cena 
				comienza.  
				
				Vivir en Puerto Plata tiene, para mi esposa y yo, un sabor 
				inefable.  Confundirnos con los puertoplateños, apreciar y 
				paladear sus fabulosas comidas, adoptar sus buenas y viejas 
				costumbres, aquí está lo que trae un estímulo permanente a 
				nuestra existencia.  
				A 
				nuestra edad, no podíamos encontrar nada mejor: una placentera 
				ciudad acariciada permanentemente por la brisa marina y el aire 
				fresco de la montaña, poblada de habitantes simpáticos, 
				joviales, y fraternales.  El 
				premio gordo, en cierto modo.   
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