Espera Infinita-Encuentro dos.

Ultima Actualización: lunes, 07 de mayo de 2018. Por: Luis Henriquez Canela

Segunda parte del ensayo escrito por el Doctor José Reyes (Che) el 1 de mayo de 2018 en este mismo medio. Espera Infinita.

El peso de la mirada sobre sus espaldas, mientras caminaba apresurado hacia el vehículo, era inmenso. Él sabía que le seguía, lo percibía profundamente. Sus cuerpos habían estado tan y tan cerca durante ese efímero encuentro, que era imposible no sentir la carga abrumadora de unos ojos negros inmensos posados fijamente sobre sus espaldas. Era la primera vez que salían y ya querían amarse. Después de que él la vio cerrar la puerta, encendió el vehículo y marchó raudo hacia su casa. Era imposible olvidarla, olvidar sus gestos, su dulzura, sus conversaciones, su postura, sus curvas disimuladas bajo el vestido de fino tejido, era imposible olvidar aquellas conversaciones interminables sobre temas triviales e insignificantes. La delicadeza de sus gestos, sus labios manchados por el vino y esa sonrisa perenne en flor que mata.   

 

Durante todo el trayecto estuvo pensando en todos esos detalles. No quería separarse de ella, hubiese preferido que se detuviera el tiempo, que se le congelara el alma, hubiese preferido morir de inanición frente a sus ojos, pero la realidad era que debía marcharse. Sus profundas cavilaciones, su inquieta agonía, permitieron que llegara de vuelta a la casa sin percatarse por donde iba, cómo conducía, lo cierto es que llegó con la prisa del que se está ahogando y no se da cuenta.  

 

Nadie lo esperaba, estaba soltero. Entró, colgó la ropa, se tumbó en la cama y no logró conciliar el sueño hasta muy tarde. En sus sueños, cual maldición, estaba ella, si, ella misma, ella, la que acababa de dejar en su casa, la protagonista de sus visiones, de sus espejismos, la reina de sus utopías y de sus esperanzas.  La quería para sí.

 

En realidad nunca creyó que ella aceptaría su invitación. La conoció meses atrás, se la presentó una amiga de un amigo y desde ese momento había estado chateando con ella con cierta regularidad. Intercambiaron fotos de paisajes de sitios donde iban, nunca se despedían, sus conversaciones digitales se mantenían abiertas y siempre era él quien de nuevo las reiniciaba. Esas conversaciones reflejaban la absurda inocencia de quien no espera nada.

 

Sin saberlo, se fueron acercando interiormente al compartir en dos o tres actividades grupales donde él era invitado por el amigo de la amiga que los presentó. La tecnología ha hecho lo que nunca se había conseguido en la historia de la humanidad y es que al acercarse a alguien con quien se ha estado chateando, es como si la conocieras. Esas conversaciones baladíes pasan a formar parte del conjunto de informaciones necesarias para entablar una conversación fluida y agradable con cualquier persona, sin pasar por el incómodo momento del inicio.  Y es que, ya hay una historia, ya te conozco un poco, me conoces un poco y hay un punto de partida.

  

Él despertó al día siguiente con una sensación de alegría interior. Miró el celular, no tenía mensajes de ella. De inmediato le escribió sus buenos días, sin esperar respuesta inmediata.  Ella nunca respondía al instante. Sus prioridades eran otras. Su vida no descansaba en el celular. Prefería los encuentros físicos, la risa, la mirada. Pensaba que si bien es cierto que la tecnología los acercaba, ese acercamiento era artificial, nada como un abrazo, nada como la proximidad y el contacto.  

 

Le respondió a las once de la mañana un “hola, buenos días” y el alma de Damián le regresó al cuerpo, fueron las horas más largas de sus últimos tiempos. Iniciaron una de esas conversaciones interminables, con las extensas pausas propias de la despreocupada personalidad digital de Amelia.  Muy tarde en la tarde le prometió que saldrían el próximo fin de semana.

 

Ella no estaba ilesa sentimentalmente. Sus encuentros grupales, sus conversaciones, el toque mágico del seguimiento, fueron trillando profundas heridas en su sensible ser. Ese inofensivo “buenos días”, esa pregunta aparentemente indiferente sobre cuestiones insustanciales, ese toque, fueron surcando sus sentidos hasta que éstos comenzaron a abrigar una tenue esperanza que finalmente la impulsaría a probar suerte.

 

Pasaron los días con una lentitud pasmosa, a diario se comunicaban, hasta que llegó la hora. Estuvieron de acuerdo en que él la pasaría a buscar a las nueve y media de la noche y así fue. No habían mencionado el lugar donde irían, la prioridad para Damián era verse, estar cerca, conversar y si las circunstancias se lo permitían, consumar su amor. Anduvieron sin rumbo por espacio de media hora, bordeaban la ciudad, por un lado el mar y por el otro el bullicio de las motocicletas, una ciudad bella enclavada a orillas del mar y custodiada en su lado sur por una hermosa montaña.

 

El paseo no era más que una excusa para perder el tiempo, quizás para encontrar la fuerza o las palabras indicadas que convencieran a la joven sobre consumar la pasión que ambos sentían.  Damián no se atrevía a dar el paso. A las diez y media finalmente se dirigieron a un bar, ella lucía reluciente, él, la complacía en todo. Tal y como lo habían hecho en su primera cita, volvieron a pedir el Merlot color rojo rubí, igual que los labios carnosos de Amelia. El suave aroma del vino a grosellas, moras, a pimiento dulce, de inmediato causó su efecto. A las dos copas, el ambiente era otro. Se habían retirado a la zona más apartada del lugar, en busca de cierta paz que les permitiera seguir conversando tal y como lo habían hecho hasta el momento.

 

Después de la primera, ordenaron una picadera fría con la finalidad de poder darle el frente a la próxima botella. Así lo hicieron. Ambos saborearon con gusto aquella exquisitez y continuaron la conversación sin fin y los sorbos de vino. Pasada media botella, Damián decidió dar el próximo paso hacia el abismo y realizó la proposición de la manera más gentil y con aparente inocencia. Ella accedió. 

 

Una de las bondades que tiene el vino es que desespereza al más perezoso y contribuye a abrir los corazones más encerrados, mata la pena, oculta la vergüenza, llenando al ser de esperanzas. Todo se puede, no hay imposibles.

 

Sin prisa, se encaminaron hacia el parqueo del lugar. Él la llevaba de la cintura, sentía la fortaleza de su estructura corporal producto de su edad temprana. Tal y como lo había hecho antes, de vez en cuando se detenía para mirarla y observar la delicadeza de sus curvas, su caminar de pantera enjaulada y su aparente inocencia reflejada en una ligera sonrisa.  Ella presentía lo que presentía. Él, no dudaba.   

 

Tomo el volante, encendió el vehículo y se encaminaron hacia el lugar donde realizarían sus ansias.  

 

 

 

 

(Continuará)