EL PÁJARO NACIONAL: LA GRÚA DE CONSTRUCCIÓN

Ultima Actualización: martes, 23 de noviembre de 2010. Por: Luis Henriquez Canela

En toda China, el boom de la construcción está consumiendo 40 por ciento del cemento mundial. Por lo general, son gigantescas torres de vidrio parecidas a las más sofisticadas de Occidente, pero con techos orientales, en forma de pagodas estilizadas con diseños contemporáneos.

Decenas de veces he escuchado a mi madre decir que cuando era maestra de la escuela El Naranjal, localizada en una comunidad rural entre Moca y La Vega, su único contacto con el mundo exterior era la revista Selecciones. Dice que pasó muchos años suscrita a la revista con la cual visitaba lugares remotos, paisajes exuberantes, historias inverosímiles y disfrutaba de egregias biografías de personajes excelsos. En los años cincuenta y sesenta para encontrar un periódico había que trasladarse a La Vega, tampoco tenía televisión y nada de tiempo para escuchar la radio ya que atendía las tandas matutina y vespertina para luego llegar a su casa a supervisar qué había hecho el servicio durante el día con sus cinco retoños.

 

La noche del sábado pasado, después de la exitosa y fructífera tarde de café celebrada en el Hotel Coral Marien, tuve la oportunidad de compartir junto a otros amigos, con Guarionex López de Ceducompp. Hablar con él es abrevar en el conocimiento práctico de la economía. Sus razonamientos lógicos fundamentados en realizaciones verdaderas, logros tangibles, hechos: son como sentencias.  Se aprende mucho cuando uno logra conservar amistades como ésas.

 

Resulta que Guarionex, recientemente, junto a un grupo de empresarios, hizo un viaje a  China. Vino deslumbrado, alucinado por el progreso acelerado de un  país que hasta hace una década le llamaban el gigante dormido y hoy el gigante despierto.

 

Escuchando con atención hipnótica la historia de su viaje, recordaba al mismo tiempo la sentencia de mi Madre en torno a lo que significó para ella la lectura con delirante asiduidad de la revista Selecciones. No he ido a China todavía, pero, como ella, he viajado a  través de la lectura.  Y tal como se lo prometí aquella noche, a continuación describo la historia que devela el título de este artículo,  magistralmente narrada por el periodista Andrés Oppenheimer  en su libro “Cuentos Chinos”. Veamos: Beijing hoy es como Nueva York a comienzos del siglo XX; una ciudad que crece por minuto y que se está convirtiendo en el centro del mundo, o por lo menos un una de las dos o tres principales capitales del mundo, a un paso febril. Por donde uno mira, se levanta un nuevo rascacielos ultramoderno. Cuando visité Beijing en el 2005, había 5 mil grúas de construcción trabajando día y noche en la ciudad, más que en ningún otro lugar del mundo, según me aseguraron funcionarios y empresarios chinos. Y lo más probable es que no estuvieran mintiendo. Mi colega Tim Johnson, corresponsal de la cadena de periódicos Knigth Ridder en la capital China, me comentaba mientras tomábamos un trago frente a la ventana de su departamento que cuando él había llegado a China no existía ninguno de los cinco rascacielos que se alzaban frente a su edificio. Y Johnson había llegado hacía apenas trece meses.

 

Los chinos están construyendo como si no hubiera un mañana. El ritmo de trabajo es tan frenético que los obreros de la construcción duermen en su lugar de trabajo y los departamentos se ocupan antes de que los edificios estén totalmente terminados. No es inusual ver, en las calles de Beijin, rascacielos en plena construcción con luces en algunas de sus ventanas. En toda China, el boom de la construcción está consumiendo 40 por ciento del cemento mundial. Por lo general, son gigantescas torres de vidrio parecidas a las más sofisticadas de Occidente, pero con techos orientales, en forma de pagodas estilizadas con diseños contemporáneos. Hay construcciones ovaladas, redondas, piramidales, y para todos los gustos, que sólo tienen una cosa en común: un toque oriental moderno y, sobre todo, el gigantismo. Durante mi visita, fueron pocos los chinos con los que me encontré que no tuvieran un comentario jocoso sobre la transformación vertiginosa de sus ciudades. En Beijing, un alto funcionario del Partido Comunista me preguntó, en broma, si yo sabía cual era el pájaro nacional de China. Cuando le respondí que no tenía la más remota idea, me respondió con una sonrisa llena de orgullo: la grúa de construcción. En Shanghái, cuando le comenté a  otro funcionario sobre mi asombro por el diseño futurista de la ciudad, me sugirió que no parpadeara durante mi visita: podía perderme la inauguración de un nuevo rascacielos. Todo es inmenso, ultramoderno, muy limpio y --se apresuran a comentar los chinos—lo más grande de Asia, o el mundo.

 

Al pie de los rascacielos de la avenida central de Beijin, el Changan Boulevar, hay una flamante tienda de Rolls Royce. Cuando pasé por allí, pensé que era una oficina de representación para vender motores de aviones, o maquinaria para la agricultura. Pero me equivocaba: al acercarme, comprobé que lo que estaba en venta eran automóviles Rolls Royce último modelo. Y no muy lejos hay tiendas de Mercedes Benz, Alfa Romeo, Lamborghini, BMW y Audi. En las grandes ciudades de China se respira abundancia, por lo menos para una minoría que se ha enriquecido vertiginosamente en los últimos años. El crecimiento chino no sólo creó una nueva clase media, sino una nueva clase de superricos, que logró su legitimación definitiva en 2004 cuando el Parlamento chino enmendó la Constitución para establecer que “la propiedad privada y legítima de los ciudadanos es inviolable”, y que “el Estado, de conformidad con las leyes vigentes, debe proteger los derechos de la propiedad privada de los ciudadanos, como también los de su herencia”.

 

Guarionex, este es tan solo una parte de los cuentos que me deslumbraron en mi viaje imaginario por el gigante asiático, después te sigo contando.